viernes, 16 de enero de 2015

Cuando no estás

Cada vez que llegás no te hago una fiesta, pero te recibo con mucha alegría. Ansío el momento de hospedarte, de tenerte conmigo, porque nos vemos muy irregularmente. 
Aunque, tampoco te extraño, pero me volvés loca. A partir del día once que empezás a demorarte empiezo a caminar por las paredes. No me atrevería nunca a leer portales de Internet, para buscar la razón de tu impuntualidad porque caería desmayada de tanta pavada escrita. Sin embargo, sí existe alguna posibilidad -en un millón, pero existe- de que sea verdad lo publicado. Eso me revuelve el estómago y me provoca un miedo que se expande desde mi cabeza hasta los meñiques de mis pies.
Entonces, es ahí cuando más vulnerable me siento. Mis días se vuelven interminables y la susceptibilidad la vivo en carne propia. Me pregunto qué hice para que no te dignes a venir de una buena vez. Me quitás el sueño, doy vueltas en la cama, te llamo con la mente, con mis pensamientos y hasta a veces lloro porque no estás, porque es el momento en que tendrías que estar conmigo y no lo estás. Te necesito, no sé en que estación estás o cuánto te falta para llegar a casa, pero te necesito. Se supone que me ayudás a generar más anticuerpos, aumento de peso, pero quiero que estés conmigo. No importa que me impidás tener intimidad. Lo que importa es que estés conmigo, cada tanto, pero conmigo al fin.
Todo se resuelve cuando te veo llegar, quizás demasiada ruborizada. Capaz es la vergüenza que tenés o el miedo a que me enoje con vos. 
Qué locura el cuerpo humano, que a veces sonríamos con verla a ella, apenas, rojita.